Las bailarinas


Por Gustavo Emilio Rosales

Para Vanesa Menalli.


Las bailarinas bailan, obvio. Por supuesto que bailan. Pero hacen mucho más que bailar: convierten la fisicalidad ordinaria de su cuerpo, habitualmente domesticada por los esquemas culturales que nos hacen sociedad, en constelaciones de energía sublimada. Realizan, en pasajes consagrados a lo efímero, una imagen de cuerpo que dista mucho de ser el paradigma de la mole rutinaria enajenada por el consumo y los conatos del terror, para sostener el acto de autonomía que Nietzsche consideraba clave de la más alta condición de humanidad: gobernar la vida en propia ley, sobre la inestabilidad del cambio permanente y sin vacilar ante el ocaso.

Titanes son, gloriosas. No han conocido hasta ahora un no que las detenga por completo. Ellas avanzan, danzan; son la danza, mal que le pese a cualquier entidad opositora. Se trata de guerreras: Janette, en una terraza ubicada en el culo del mundo, ensaya con minucia el proceso de evocar a su abuela en las entrañas; Rosario, en Estrategias fatales, jugándose la vida mediante lances que le valieron ser nombrada "performer kamikaze"; Solange, la de impecable dignidad, elevando el grito firme contra el asesinato de Ballet Teatro del Espacio; Isabel, abandonando los lugares seguros para encontrar la renovación expresiva después del llanto y el dolor; Camila, poniendo en jaque a los espectadores que piensan que mujer es un sexo definido por órganos; Alejandra, transmutando el movimiento hacia los lentes de su cámara para captar la esencia de su arte en todo lo observable; Carmen, transitando del ballet hacia lo contemporáneo a pesar de atavismos; Sylvie, en París; Susan, en Holanda; Minako, en Alemania; Victoria, en Bahía Blanca; Melisa, en Córdoba; Vanesa, en Haedo; Carolina, en Catamarca; Mónica, en el Distrito Federal; Aurora, en Monterrey; Fabiana, en Buenos Aires; Rossana, cuerpo-canto; Melina, "labananalizando"; Mariana, observando la fragmentación de sus estados como material para creación; Coral, invocando certeramente las apariciones de Remedios Varo a lo largo de su espalda; Elsa, a los 87; Mirta, a los 60; Nina, a los 10; Tania, por países; Irene, entre los cerros del Bajío; tantas y tantas, por doquier, tan sólo con lo puesto (el cuerpo basta y el cuerpo siempre habrá de estar) y en constante mutación. No todo está perdido, el día se va a salvar mientras exista la bailarina que nos revele su secreto: hacer, no pensar en hacer, sino hacer de verdad, aquí y ahora; el conocimiento verdadero es plena acción.

Las bailarinas, lo tengan absolutamente en claro o no, poseen un saber de raíces milenarias, uno de los primeros conocimientos conformados por el proceso cultural: cómo motivar un estado de trance en el cual se active la percepción de realidades no ordinarias. La condición ritual de esta sabiduría – que el pensador rumano Mircea Eliade cataloga dentro de las técnicas arcaicas del éxtasis – revela que la danza consolidó su primer estadio de autonomía como un procedimiento sagrado. Del gozo que implica el erotizarse uno mismo íntimamente a través de la generación de movimientos no ordinarios (conviene enfatizar que el placer de la danza es, ya sea esta compartida o se dé en solitario , generalmente íntimo, profundo; pues ocurre en un nicho de plena introspección), surge la posibilidad de conexión con otro y con lo otro: la repetición obsesiva de cadencias, el acento en provocar y asociar determinados tonos energéticos, el exacerbar progresivamente los sentidos mediante dinámicas muy lentas o frenéticas, la puesta en marcha de una motricidad que esculpe reveladoramente los contornos de todo aquello que se podría consignar como experiencia, conducen invariablemente hacia un mirador existencial que se encuentra al filo de la mente común o de los usos comunes de la mente. ¿Qué se observa desde ahí?, ¿cómo dar cuenta de lo percibido en tales situaciones? Lo que sea que se vea, que se perciba, se encuentra más allá de las ortodoxias de la identidad; más allá, incluso, de las limitaciones del lenguaje. Ente vestal, bacante, sibila, pitia, bruja, devadasi o naguala, la bailarina se formó históricamente en este conocimiento que trasciende las convenciones de la pedagogía lingüística, los usos y costumbres de la doxa.

Desde este punto, la danza es una crítica radical de la realidad instituida. La llamó radical porque es extrema en cuanto a que cuestiona el eje fundamental del Logos y abre campos que certeramente dicen – “la danza no tiene ya más nada que contar, tiene todo por decir, exclamaba Béjart” - sin necesidad de emplear los códigos al uso. Desde esta proyección, que en otro contexto califiqué de atópica, dada su decidida singularidad, se instala una petición hacia el otro que prescinde de las rutinas del común intercambio de mensajes. Hay en la danza, en efecto, un reclamo impostergable del otro como sostén del cuerpo que es signo de su propio accionar. La desmesura de lo que se muestra como acción y la imposibilidad de que quien danza abarque al unísono las múltiples conciencias de lo corporal revisitado invocan la situación de la presencia, la provocan; la mantienen – como sostenimiento de un convivio pactado en lo indecible -, dentro de la máxima exuberancia de la tensión humana, que en el campo de lo mujer, de La mujer, alcanza la definición mayor que pudiera imaginarse en lo finito, en lo accesiblemente momentáneo: reclamo puro de poder; derroche; vida en celebración para Vivir, no sólo para seguir viviendo.

Las bailarinas son, entonces, sacerdotisas de una antiquísima voluntad de movimiento de la que aún hasta hoy abrevan los afanes sagrados de visión, las apuestas revolucionarias por el cambio y las auténticas tendencias transgresoras del arte. Pelean constantemente contra los dogmas de su propia belleza y contra los moldes extemporáneos de su formación, que les demandan cuños de belleza. Sin o con escasa seguridad social, sin o con exiguo sueldo base, sin o con muy mala prensa; con hijos o sin hijos; con pareja o pese a ella o en ausencia de ella; siempre con bolsos mágicos que pueden contener casi cualquier objeto; siempre en marcha; con un cansancio o una inquietud permanente como telón de fondo; siempre en marcha, con un espejo virtual de doble cara, aliado/némesis, en el centro del alma; marginales, pero imantando el centro; antiguas, pero permanentemente jóvenes (¡más vale!); seguras, pero impactantemente frágiles; generosas, pero del todo inaprensibles; consagradas, principalmente consagradas, con todo lo que el término pudiera contener – dedicación, entrega, seducción, el abismarse, la dulce levedad apasionada de un látigo de luz -, a un hecho propiciatorio de sacralidad que permanece en los cimientos de toda religión y toda estética; hecho que el crítico Alberto Dallal situó magníficamente el afirmar que “la danza favorece el ingreso de los dioses en la carne de los hombres y los proclama y glorifica”.


Foto: Anna Pavlova (circa 1911) caracterizada como bailarina tradicional rusa.